Deja todo en manos de Dios, que lo ha de ser ya es.
Un alboroto en el alma, muchos suspiros, una alegría, algo de emoción, muchas ganas de todo y muchas sonrisas inesperadas. Por, a veces, ser ciegos de todo lo que nos rodea, nos enfrascamos en la idea de dar a alguien, por su llegada, el poder de nuestra felicidad. Nunca hemos sido infelices, sólo que nos negamos a aceptarlo, nos hacemos los locos porque si en esta vida algo nos invade son mil formas de despertar emociones bonitas en nuestros corazones.
Yo llevo un tiempo pidiendo a Dios ese algo que me complemente, esa fuerza que me motive a hacer lo que quiero hacer, a ser quien quiero ser, a no debilitarme por no tener valor para impulsarme. He leído libros, he escuchado a la gente, conozco historias de los demás, me han dado muy buenos consejos, me he sentido rodeada de luz por donde escojo caminar, todo esto me dirige a una frase que, aunque no me termina de apartar del miedo, es la única frase lógica que me permite que el descontrol de ganas, de querer, de luchar, de amar, siga su curso.
Tengo miedo, sí, un miedo enorme de volver a fracasar, de estrellarme, de encararme con otra dura verdad, sé que igual cualquier cosa que ocurra, lo superaré eventualmente, pero esa inseguridad en todo ser humano de saber qué es lo correcto me frena en el hoy. Este tipo de sentimientos y pensamientos quiero apartarlos, este no querer darle a tu presencia el sentido que vivo buscando o admitir que sí es tú presencia; que me entrego ciegamente, que me desarmo una vez más ante la posibilidad de tener a mi lado ese ser que dibujé en mis sueños pero lo superó la realidad.
Ya quiero disfrutar de esta oportunidad, de esta suerte de tenerte, de esta distancia que no me separa de ti, de esta realidad que no quiero admitir pero que me tocó, me toca entender que así son las cosas conmigo, que estoy tan clara en cómo te quiero que no me importa dónde estés, que no estoy equivocada en insistir y que estoy dispuesta a seguir.
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